Humboldt, el Shakespeare de la ciencia

José Luis Toro es periodista y abogado

Así llamó un distinguido contemporáneo suyo a Alexander Von Humboldt, (Berlín, 1769 – Berlín, 1859). Y tenía mucha razón. En vida sólo Napoleón rivalizaba con él en popularidad.  Su genio científico y sus logros como explorador no encontraron par en su época.

Inspirado por la lectura de los comentarios de los exploradores, y al recibir una considerable herencia tras la muerte de su padre, amén del entusiasmo que despertó en él la amistad con J.G. Forster, que había navegado nada menos que al lado del famoso explorador James Cook en su segundo viaje alrededor del mundo, como bibliotecario, Humboldt, se dispuso a organizar su viaje de exploración del llamado “Nuevo Mundo”

“Desde muy joven se despertó en mí el vivo deseo de viajar a esos países que los europeos no habían visitado todavía”. Son las palabras iniciales de su “Narrativa personal”, en la que,Humboldt cuenta sobre su viaje durante cinco años a través de centro y de Sudamérica, lugares a los que los europeos que llegaban eran, o funcionarios del gobierno de España, o misiones de la Iglesia católica romana. Nunca una expedición científica.

Dotado de una memoria prodigiosa y de una enorme capacidad de trabajo, realizó estudios de geología, botánica, mineralogía y fisiología.

Así Humboldt, después de obtener los correspondientes permisos por parte de la corona española para recorrer sus colonias equinocciales de América bajo su dominio entonces, gracias a las labores de Mariano de Urquijo, el primer ministro, un nombre cultivado, zarpó, junto a Aimé Bonpland, médico y botánico francés, a bordo del “Pizarro”, desde el puerto de La Coruña, el año 1799, rumbo a Tenerife, para después dirigirse a las costas de Venezuela.

“Ese apremio es significativo en un momento de nuestras vidas cuando lo que está delante no es otra cosa que un horizonte sin límites que nos atrae como un fuerte movimiento de nuestro ánimo y la imagen física de los peligros”, se puede leer en su narración.

Desde Caracas llegaron a las orillas del Apure, un afluente del rio Orinoco. Y desde ahí prosiguieron un recorrido de casi diez mil kilómetros, en canoas, mulas, a pie, recogiendo toda la información posible. Llevaban con ellos también a un dibujante experto.

“Desde que nos adentramos en la zona cálida no nos cansamos de admirar cada noche la belleza del cielo austral”, escribe. Más adelante, quizá con un poco de nostalgia dice: “Nada le advierte al viajero de manera más llamativa sobre el tremendo alejamiento de su país, que la contemplación de un nuevo cielo”.

A donde llegan no se cansan de hacer mediciones, de tomar debida nota de la flora, de la fauna, y de las condiciones sociales y económicas de la región.

Las observaciones que hace son asombrosamente detalladas. Por ejemplo, cuando él relata la experiencia del terremoto que vivieron durante su segunda estancia en Cumaná.

Entre el 28 de octubre y el 3 de noviembre se puso la niebla rojiza más densa que hasta entonces. Por la noche el calor era sofocante, aunque el termómetro marcaba 26 grados. De la brisa del mar, que entre las ocho o las nueve de la noche refresca el aire, no había ninguna señal. El aire era como de ascuas. El suelo seco y polvoriento se agrietaba por todas partes. El 4 de noviembre, hacia las dos de la tarde, cubrieron espesas y negras nubes a las montañas Bringantin y Tatagual. Se desplazaron gradualmente hacia el cenit. En el instante de la más fuerte descarga eléctrica, a las cuatro y doce minutos, se sucedieron dos terremotos, de quince segundos cada uno. La gente gritaba en las calles.

Otro de los momentos más inolvidables es el de su ascenso al Chimborazo, Ecuador, entonces la montaña más alta conocida.  Él, Bonpland, y los otros dos acompañantes se propusieron escalarlo. Llevaban porteadores encargados de llevar los instrumentos de medición.  Al llegar a los 4.750 metros, los porteadores se negaron a continuar, por lo que Humboldt y sus acompañantes tuvieron que repartirse los instrumentos y continuar el ascenso.   Con las manos entumecidas, los pies destrozados, porque la ropa que llevaban no era la adecuada para ese ascenso, y sin crampones ni reservas de oxígeno, tuvieron que subir como pudieron 5.917 metros de los 6.263 metros de altura, pero siempre tomando nota del medio, de todo lo que encontraban y veían a su alrededor.

Años después, leer esas páginas escritas por Humboldt fue decisivo para Charles Darwin. Le resultaron tan cautivadoras y estimulantes que después de su lectura decidió embarcarse en el “Beagle”, para participar en el viaje de expedición científica hacia Sudamérica. De no haber realizado el viaje en el “Beagle” durante cinco años, Darwin no habría escrito “El origen de las especies”, esa obra decisiva para la ciencia actual.

Humboldt fue el primero en hablar de vegetación y de zona climática, y de la gran importancia de los árboles para las reservas de agua y como protección contra la erosión del suelo.

Él acuñó el término isotermo, tan usado en los mapas del tiempo ahora. Y aunque muchas de sus ideas parecen estar olvidadas, impregnan de modo decisivo nuestro pensamiento. En su memoria están la sierra Humboldt en México, muchos parques y bosques que llevan su nombre, una ciudad en Argentina, un rio en Brasil, un géiser en Ecuador, en Groenlandia el Cabo Humboldt y el glaciar Humboldt. Casi trescientas plantas llevan su nombre y más de cien animales. En la luna hay una zona que lleva el nombre de Mare Humboldtianun. En La Paz, Bolivia, tenemos la plaza Humboldt, en la calle 8 de Calacoto, con un monumento del escultor Emiliano Luján, realizada en bronce que representa al Dios de la mitología griega Atlas que carga en sus manos al globo terráqueo, a los pies se encuentra Humboldt.

Muchos ecologistas, protectores del medio ambiente y naturalistas están orientados por las ideas de Humboldt, aunque no lo sepan.

Cuando Simón Bolívar conoció a Humboldt en Génova, y lo visitó, vio los dibujos, leyó sus escritos y los diarios de su viaje, y al advertir el entusiasmo con el que le hablaba de Sudamérica, dijo que le parecía que el verdadero descubridor de América era él, Alexander Von Humboldt.